Eso decía su padre.

Mientras los niños del cole iban de puerta en puerta con cajas de mantecados, él se limitaba a mirar desde la ventana.

Porque su padre se negaba.

No iba a permitir que su hijo “molestara” a nadie para vender dulces.

Decía que si había que pagar el viaje, lo pagaba. Que para eso trabajaba.

Lo decía con orgullo. Como si vender fuese un acto desesperado. Casi una humillación.

Pero dentro de casa había alguien que no pensaba igual.

Había un chaval que sentía un picorcillo cada vez que veía pasar a sus compañeros con una caja medio vacía.

Y ese picor no era envidia. Era hambre.

Hambre de calle.

Hambre de trato.

Hambre de vender.

Así que, cuando nadie miraba, montaba un tenderete con cartones en la puerta del bloque.

Y cuando el colegio abrió la opción de ser kiosquero… se coló.

Se encerraba en una jaula de madera con ventanita al patio, y repartía pelotazos, drakis y fritos a cambio de monedas pringosas.

No lo hacía por dinero.

Lo hacía por algo mucho más valioso:

La emoción de cerrar una venta.

El respeto de quienes venían a por su merienda.

La certeza de que, aunque a algunos les dé vergüenza, vender no es cosa de pobres.

Es cosa de listos.

Porque los que no saben vender, acaban dependiendo de los que sí.

🎯

💭 ¿Cuántas veces has frenado una venta por miedo a incomodar?

🤔 ¿A cuántos potenciales clientes les has ocultado tu caja de mantecados?